sábado, 11 de enero de 2014

Primeras páginas de La amante del deinonychus


Inicio de La amante del deinonychus 

El sol comenzaba a despuntar entre las montañas y sus rayos bañaron el cuerpo semidesnudo de una muchacha de cabellos morenos. Una muchacha que había nacido millones de años adelante en tiempo pero que ahora que estaba allí, en el Cretácico.
Sara se despertó al sentir el calor del sol y salió del nido.
A su alrededor vio a toda la manada de carnívoros que ahora eran ahora su familia. Se trataba de deinonychus, dinosaurios bípedos y emplumados de dos metros de altura, cuyas garras en forma de garfios y dientes de cuchillo eran los más temidos de todo el planeta. Su forma de atacar a las presas, coordinándose bajo el mando del macho dominante, los convertía en criaturas letales. Sin embargo ella no los temía, se había convertido en una de ellos.
Miró hacia el nido que compartía con el macho de la cresta roja, el dominante, su macho. Aquel que la había hecho suya al descubrirla apenas llegada a aquel mundo. No tuvo opción, Cresta roja olió su sexo, un aroma de criatura que no había conocido jamás y adivinó que aquella hembra era de una clase superior y su instinto reproductor se puso en marcha. Sara lo comprendió y se dejó hacer. Era eso o su vida pero internamente sabía que había algo más, aquel era el mejor macho que podía encontrar.
Cresta roja abrió sus ojos color miel y se encontraron con los verdes de Sara. Lentamente, el animal comenzó a ponerse de pie sobre sus fuertes patas. Los deinonychus eran reptiles que estaban comenzando a controlar su temperatura gracias a las plumas que les recubrían sus patas superiores, lomo y cola, pero aún así, seguían siendo más activos cuando los calentaban el sol.
Sara se acercó a su macho y rodeó su musculoso cuello con sus brazos. Sintió las caricias de sus plumas y pasó su mano por las escamas situadas bajo su mandíbula. El depredador bajó su cabeza y la mujer le besó tras el orificio de su oído, lo que le hizo ronronear.
A sus espaldas, la mujer escuchó pisadas que se acercaban. Toda la manada de cazadores iban abandonando sus nidos de tierra y plumas y se acercaba a su líder en busca de instrucciones, pero este cada vez más se dejaba guiar por su extraña hembra.
Sara no podía competir en velocidad con los deinonychus, pero su inteligencia era mayor y había afilado sus instintos; unido esto a un arco y flechas, había ayudado a que los deinonychus hubieran aumentado su ya terrible efectividad. Bajo su influencia, la manada se había atrevido a atacar a presas como los enormes ouranosaurus y los maisaura, de cuyos huevos se estuvieron alimentando durante semanas. La carne había abundado y las panzas habían estado llenas, pero hacía una semana que no habían avistado ninguna presa y Sara sabía que los ánimos estaban inquietos, especialmente entre las hembras, que ya no se apareaban con Cresta roja.
La chica se volvió hacia la que era su familia y vio delante suya a un joven macho de plumas negras. Estas brillaban al sol y cubrían un cuerpo de deinonychus en todo su vigor. El animal alzó su gran cráneo y rugió con fuerza, la suficiente para hacerse notar ante Cresta Roja pero sin llegar a desafiarlo por completo. No había llegado aún su momento.
Cresta roja avanzó hasta situarse en el centro del grupo y rugió con toda la fuerza de su garganta haciendo que el aire vibrara. Era el jefe y todos acatarían sus ordenes si no querían vérselas con él, pero esto no duraría mucho si no encontraban caza.
La manada, que había hecho sus nidos en la falda de una montaña, se encaminó hacia la pradera. Era allí donde pastaban los más grandes herbívoros y esperaban encontrarlos camino de los abrevaderos.
Cresta roja encabezaba al grupo trotando lentamente para no dejar atrás a Sara, pero de pronto el macho de plumas negras comenzó a galopar hacía adelante a toda velocidad y la manada le siguió. Los deinonychus habían nacido para cazar y correr, no les bastaba con caminar y Cresta roja no podía ignorar el reto, echó a correr tras su rival cortando el viento.
En pocos segundos los cazadores se perdieron de vista entre una nube de polvo y el crepitar del suelo bajo sus patas. No había animales más terribles, pero a la joven también le parecían los animales más bellos.

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