Inicio de La amante del deinonychus
El
sol comenzaba a despuntar entre las montañas y sus rayos bañaron el cuerpo
semidesnudo de una muchacha de cabellos morenos. Una muchacha que había nacido
millones de años adelante en tiempo pero que ahora que estaba allí, en el
Cretácico.
Sara
se despertó al sentir el calor del sol y salió del nido.
A
su alrededor vio a toda la manada de carnívoros que ahora eran ahora su
familia. Se trataba de deinonychus, dinosaurios bípedos y emplumados de dos
metros de altura, cuyas garras en forma de garfios y dientes de cuchillo eran
los más temidos de todo el planeta. Su forma de atacar a las presas,
coordinándose bajo el mando del macho dominante, los convertía en criaturas
letales. Sin embargo ella no los temía, se había convertido en una de ellos.
Miró
hacia el nido que compartía con el macho de la cresta roja, el dominante, su
macho. Aquel que la había hecho suya al descubrirla apenas llegada a aquel
mundo. No tuvo opción, Cresta roja olió su sexo, un aroma de criatura que no
había conocido jamás y adivinó que aquella hembra era de una clase superior y
su instinto reproductor se puso en marcha. Sara lo comprendió y se dejó hacer.
Era eso o su vida pero internamente sabía que había algo más, aquel era el
mejor macho que podía encontrar.
Cresta
roja abrió sus ojos color miel y se encontraron con los verdes de Sara.
Lentamente, el animal comenzó a ponerse de pie sobre sus fuertes patas. Los
deinonychus eran reptiles que estaban comenzando a controlar su temperatura
gracias a las plumas que les recubrían sus patas superiores, lomo y cola, pero
aún así, seguían siendo más activos cuando los calentaban el sol.
Sara
se acercó a su macho y rodeó su musculoso cuello con sus brazos. Sintió las
caricias de sus plumas y pasó su mano por las escamas situadas bajo su
mandíbula. El depredador bajó su cabeza y la mujer le besó tras el orificio de
su oído, lo que le hizo ronronear.
A
sus espaldas, la mujer escuchó pisadas que se acercaban. Toda la manada de cazadores
iban abandonando sus nidos de tierra y plumas y se acercaba a su líder en busca
de instrucciones, pero este cada vez más se dejaba guiar por su extraña hembra.
Sara
no podía competir en velocidad con los deinonychus, pero su inteligencia era
mayor y había afilado sus instintos; unido esto a un arco y flechas, había
ayudado a que los deinonychus hubieran aumentado su ya terrible efectividad. Bajo
su influencia, la manada se había atrevido a atacar a presas como los enormes
ouranosaurus y los maisaura, de cuyos huevos se estuvieron alimentando durante
semanas. La carne había abundado y las panzas habían estado llenas, pero hacía
una semana que no habían avistado ninguna presa y Sara sabía que los ánimos
estaban inquietos, especialmente entre las hembras, que ya no se apareaban con
Cresta roja.
La
chica se volvió hacia la que era su familia y vio delante suya a un joven macho
de plumas negras. Estas brillaban al sol y cubrían un cuerpo de deinonychus en
todo su vigor. El animal alzó su gran cráneo y rugió con fuerza, la suficiente
para hacerse notar ante Cresta Roja pero sin llegar a desafiarlo por completo.
No había llegado aún su momento.
Cresta
roja avanzó hasta situarse en el centro del grupo y rugió con toda la fuerza de
su garganta haciendo que el aire vibrara. Era el jefe y todos acatarían sus
ordenes si no querían vérselas con él, pero esto no duraría mucho si no
encontraban caza.
La
manada, que había hecho sus nidos en la falda de una montaña, se encaminó hacia
la pradera. Era allí donde pastaban los más grandes herbívoros y esperaban
encontrarlos camino de los abrevaderos.
Cresta
roja encabezaba al grupo trotando lentamente para no dejar atrás a Sara, pero
de pronto el macho de plumas negras comenzó a galopar hacía adelante a toda
velocidad y la manada le siguió. Los deinonychus habían nacido para cazar y
correr, no les bastaba con caminar y Cresta roja no podía ignorar el reto, echó
a correr tras su rival cortando el viento.
En
pocos segundos los cazadores se perdieron de vista entre una nube de polvo y el
crepitar del suelo bajo sus patas. No había animales más terribles, pero a la
joven también le parecían los animales más bellos.
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